www.intereconomia.com/ la gaceta 8/06/2011
La responsable de ese nacimiento, al menos en St. Joseph’s Hospice, fue Cicely Saunders, enfermera y trabajadora social que, después de mucho tiempo tratando con enfermos y de cuidar hasta la muerte a su primer amor, empezó la carrera de Medicina a los 33 años con el único objetivo de facilitar a las personas ese último reto en la vida que es la muerte.
Aunque terminó la carrera con 39 años, su contribución a la ciencia médica fue enorme y así lo quiso reconocer la reina de Inglaterra al concederle en 1989 la Medalla al Mérito. Además, su vida ha quedado escrita en el libro biográfico de Shirley du Boulay que edita en España Palabra. ¿Qué hizo Saunders? Además de normalizar la administración regular de analgésicos a los pacientes terminales -antes de ella los médicos esperaban a que el enfermo pidiera, casi a gritos, la siguiente dosis-, creó un sistema de atención al moribundo que se conoce en el mundo como "movimiento hospice" y que no es más que una cuidada y completa atención en cuidados paliativos.
Un ejemplo: cuando Cicely puso en marcha su centro asistencial, cuidó hasta el último detalle para que las personas allí atendidas tuvieran la mejor muerte posible. Convencida como estaba de que "se puede morir en paz e incluso felizmente", dio órdenes para que, en su centro, los pacientes pudieran ver el mundo exterior sin que el sol les diera directamente en los ojos. Pidió camas que pudieran trasladarse con facilidad al jardín, la capilla o al cuarto de estar y que pudieran juntarse unas con otras "para poder charlar".
Una auténtica revolución
En su hospice, además, los cuartos de estar tendrían chimenea y sillas lo suficientemente rectas para crear un ambiente "agradable y hogareño". La decoración sería original y colorida, no solo para que los pacientes estuvieran a gusto, también por los familiares -que podrían entrar a cualquier hora del día o de la noche a visitar a los suyos-, y, si hablamos de mascotas, mejor una pecera que un periquito: "Es más agradable de mirar".
Lo suyo fue una auténtica revolución. En un mundo que veía la muerte como el fracaso de la Medicina, Saunders reivindicó la atención que merecen los pacientes que se enfrentan a enfermedades incurables. "No podemos curarlos, pero podemos cuidarlos".
Si hay dolor: se administra medicación regular para que desaparezca. Si hay dificultades respiratorias: se alivian para evitar la angustia al paciente. Si hay miedo: se habla con él para solventar sus dudas. Si hay inquietud espiritual: se proporciona la atención necesaria. Si hay niños en la familia: se trabaja con ellos -Cicely creó una unidad infantil- para enseñarles a sobrellevar la pérdida de un ser querido. En resumen: "No pensamos en los pacientes como casos; sabemos que cada uno es un microcosmos con una particular historia vital".
Y de historias vitales Saunders supo mucho. En sus manos se escapó el último aliento de vida de decenas de pacientes -con dos de ellos llegó a tener una especial relación sentimental enmarcada, como decía ella, entre la vida y la muerte- y sus ojos vieron las inquietudes que provoca enfrentarse a lo desconocido.
Por eso ella siempre se interesó en saber qué preocupaba a sus enfermos. "¿Me echaréis de aquí si no mejoro?", preguntaba uno. "¿Morirse es doloroso?", decía otro. Aunque siempre manifestó dudas al respecto, Saunders se inclinaba por decir la verdad. Eso, decía, da serenidad al paciente, le hace capaz de aceptar su situación y hasta sacar muchos buenos frutos de ella. Lo vio, por ejemplo, cuando atendió al padre de uno de sus mejores amigos, Tom West. Poco después de morir él, su viuda escribió una carta expresando la gratitud que sentía hacia Cicely. "Logró que mi marido se mantuviera auténticamente con vida hasta el último momento, dándole la oportunidad de fortalecer la fe de mis hijos y hacerles capaces de aceptar su pérdida (…) Cicely allanó el camino a mi marido, permitiéndole mantener la serenidad y controlando su sufrimiento. En contra de lo que era de esperar, en su agonía no sufrió ni un solo dolor".
Hielo con ‘whisky’
Sus revolucionarios métodos forman hoy parte del abc de los cuidados paliativos y se incluyen en los estándares internacionales. Con su forma de hacer las cosas coinciden casi todos los que se dedican a atender a pacientes terminales. El problema es que el método Saunders requiere tiempo y recursos humanos y económicos que las Administraciones no siempre están dispuestas a garantizar.
Cicely, por ejemplo, se preocupó de la formación de las enfermeras casi tanto como de la de los médicos. Ellas, decía, son las que pasan más tiempo con el paciente, normalmente se encuentran presentes en el momento de su muerte y muchas, incluso, amortajan el cadáver y lo llevan al depósito, "felices de haber hecho ese último esfuerzo por él". Por eso Saunders permitió a sus enfermeras tomar decisiones importantes sobre el uso de los analgésicos -con margen de decisión de 1 a 5 mg-, y en ellas inculcó una vocación de servicio única en el momento.
Tan comprometidas estaban con el bienestar de los pacientes, que en las notas que dejaban junto al historial del enfermo podían leerse instrucciones como: "Darle cuerda al reloj a diario", "Le gusta dormirse con un crucifijo en las manos" o "Quiere que echemos las cortinas".
Al hospice llegó un hombre aquejado de una enfermedad neuromotora muy aficionado al whisky. Tenía problemas para tragar, pero las enfermeras descubrieron un modo con el que no tendría que renunciar a ese pequeño placer: hacían cubitos de hielo con el whisky y se los daban para que los chupara. A otro le mullían muchas veces la almohada y a aquel que no podía mover la cabeza le acercaban el televisor, para que pudiera verlo sin problemas.
Sin mirar un papel
Cicely decía que a cualquier enfermera le gustaría hacer lo mismo por un paciente, pero para eso se necesitaba tiempo... y mucha gente: en la actualidad el centro St. Christopher -el hospice más famoso de Saunders- tiene más de una enfermera por cama.
Cicely no reparó nunca en gastos ni en cariño para sus pacientes. Cuentan que, tras un fin de semana de libranza, los médicos del hospice se alineaban delante de la mesa de Cicely y esta les contaba, sin necesidad de mirar un solo papel, cómo habían estado los 54 pacientes ingresados durante la ausencia de los médicos.
En una encuesta realizada entre las familias de quienes pasaron allí sus últimos días entre 1977 y 1979, se asegura que un tercio de los enfermos no sufrió "absolutamente nada" durante la última fase de la enfermedad y ninguno tuvo nunca "dolor extremo o severo". El 60% había padecido "dolor de ligero a moderado", que en todos los casos se había aliviado.
Los datos, pero sobre todo los testimonios de los pacientes -"hoy ha sido un buen día. Es estupendo ver a personas que no me han visto con frecuencia desde hace años. Tengo la esperanza de sacar partido a los pocos ratos que me quedan", escribió Ramsey en su diario nueve días antes de morir en St. Christopher- demuestran que Cicely tenía razón. Con recursos, atención e interés, se puede conseguir que la muerte no sea terrible. Incluso un aguerrido defensor del ‘derecho a decidir’, el presidente de la Asociación Pro Eutanasia Activa, Dr. Colebrook, acabó dando la razón a Cicely y a los que, como ella, sostienen que la gente no quiere morir, sino que no quiere sufrir. "Creo que el problema de la eutanasia no existiría o sería mucho menor si todos los enfermos terminales pudieran acabar sus vidas en una atmósfera como la que se ha esforzado usted en construir", le dijo en una carta tras visitar St. Christopher. Y añadió: "Pero, desgraciadamente, eso no suele ocurrir".
Cicely dedicó toda su vida a luchar por esa atmósfera en la que la gente no pide morir. Quiso dar a los enfermos que no tienen más esperanza que la de ser atendidos hasta el final la dignidad que merecen. Luchó para que nadie les obligue a dejar de tomar whisky en cubitos de hielo o a pedir un crucifijo antes de irse a dormir.
Y los cuidados paliativos, ¿qué?
Presentado ya el anteproyecto de la Ley reguladora de los derechos de la persona ante el proceso final de la vida, anunciada por el Gobierno en noviembre de 2010, los profesionales lamentan que se hayan ignorado los cuidados paliativos. La ley, critican desde la Asociación Española de Cuidados Paliativos, es un compendio de derechos del ciudadano y deberes del profesional, pero ningún deber de la Administración. No se habla de dotación presupuestaria a unidades de paliativos ni de la atención integral -con médico, enfermero, trabajador social y psicólogo- que merecen los enfermos. Mal asunto teniendo en cuenta que en España mueren cada año 30.000 personas en malas condiciones: "atendidos en un box de urgencias". La cobertura de paliativos apenas llega al 60% del territorio. El otro 40% de los pacientes con enfermedades terminales no tiene la posibilidad de acceder a una atención hospitalaria o en el domicilio para aliviar todos los aspectos de la enfermedad: síntomas, problemas sociales, psicológicos y atención espiritual. Las reivindicaciones de los expertos son claras: 300 unidades más de paliativos para alcanzar las 700 necesarias para atender a todos los españoles; formación especializada en esta área -"que sea una especialidad más o, al menos, un área de capacitación. Igual que uno tiene el derecho a que le opere de apendicitis un cirujano, tiene el derecho a que le atienda un médico especialista en paliativos"- y ayuda a los cuidadores para hacer de la atención domiciliaria una realidad. No más leyes. Mejores leyes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario